La alegría es una semilla que crece mejor en compañía. Cuando sentimos algo bueno y lo guardamos en solitario queda pequeño; al entregarlo —una sonrisa, una conversación, un gesto— esa energía se expande y vuelve enriquecida: el receptor la siente, la devuelve o la transforma, y entre ambos se crea algo nuevo, mayor que la suma de las partes.
Compartir felicidad no niega los momentos difíciles; los hace más llevaderos y también crea una red de pequeñas alegrías que sostiene en el día a día. Además, compartir refuerza la conexión humana: nos recuerda que no estamos solos y que nuestras emociones tienen el poder de influir positivamente en otros.
Cómo multiplicarla en la práctica:
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Sonríe primero: un gesto sencillo abre puertas y cambia tonos de voz.
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Escucha con atención: validar a alguien es regalarle felicidad.
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Comparte tiempo (aunque sean 10 minutos): la presencia es un regalo poderoso.
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Celebra logros ajenos sin restarles mérito; la alegría compartida crece.
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Haz pequeños favores sin anunciarlo: la sorpresa suma calor humano.
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Crea rituales: mensajes, llamadas o encuentros regulares mantienen la llama.
Al final, ser generoso con la propia felicidad no la agota: la transforma. Darla es, a veces, la forma más segura de conservarla.
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