Recuerdo aquel día como si fuera ayer. Era un día nublado, el cielo estaba cubierto de nubes grises que parecían reflejar mi estado de ánimo. Había perdido a mi madre un par de meses atrás, y el vacío que dejó en mi vida era abrumador. La tristeza se había convertido en mi compañera constante, y cada día se sentía como una lucha interminable.
Aquel día, decidí dar un paseo por el parque que solíamos visitar juntos. Caminé por los senderos, recordando sus risas y las historias que compartíamos. Mientras avanzaba, noté un grupo de niños jugando a la distancia, sus risas resonaban en el aire como una melodía olvidada. Me detuve un momento, observando cómo se lanzaban una pelota, ajenos a las preocupaciones del mundo.
Fue entonces cuando una pequeña niña, con trenzas rubias y una sonrisa brillante, se acercó a mí. "¿Quieres jugar?" me preguntó con una inocencia que me conmovió. En ese instante, sentí una punzada de nostalgia, pero también una chispa de alegría que había estado dormida en mi interior.
A regañadientes, acepté su invitación. Me uní al juego, y aunque al principio me sentí torpe y fuera de lugar, pronto me dejé llevar por la energía contagiosa de los niños. Risas y gritos de alegría llenaron el aire, y por un breve momento, la tristeza se desvaneció.
Mientras corría tras la pelota, me di cuenta de que la vida seguía, a pesar de la pérdida. La niña, con su risa sincera, me había recordado que aún había momentos de felicidad por descubrir. Al final del día, me senté en un banco del parque, agotado pero con una sonrisa en el rostro.
La última gota de alegría no se había evaporado; simplemente había estado esperando a ser redescubierta. En ese instante, comprendí que aunque la tristeza siempre estaría presente, también había espacio para la alegría. Desde ese día, hice un pacto conmigo mismo: buscaría esas pequeñas gotas de felicidad en cada rincón de mi vida, honrando así la memoria de mi madre y permitiéndome vivir plenamente.
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